En alguna ciudadela de San Petersburgo, anteriormente Leningrado, 1961. Una infante nos relata lo siguiente:
Mi nombre es
Milenka:
Hoy se cumplen ocho meses desde que practico mis clases de piano, comienzan por las tardes los días
martes y jueves de las cuatro hasta las seis de la tarde. Me molesta en ocasiones
asistir, mis papás no supieron que hacer conmigo por mi imperactividad, me gusta mucho jugar y brincar sin
parar. A mi madre no parece gustarle mi manera de ser y además dice que, para
llegar al 'matrimonio', debo de tocar el piano. Papá dice que me sale bien, que
lo ve en mis manos.
Pronto paso a la habitación de
menesteres, el cuarto tiene un piano
negro muy al fondo por la pared y parada cercas de él me está esperando la popular
maestra de música, Olga Petrova. Su cara es la misma que la de las tardes atrás,
luce floja, gris y triste. La quiero mucho y somos muy buenas amigas. Ella me
vé y se voltea hacia mí y hace una lenta inclinación, yo le doy el mismo saludo
de manera respetuosa. Me acerco al banquillo y entonces oigo por la ventana a
las codornices, a los niños que están jugando sin mí y a mi mamá hablando con
su amiga. Luego tomó asiento y la maestra Olga, al igual que cada clase, se
coloca de lado a otra de las sillas y es cuando me dice:
—¿Me podrías enseñar lo que aprendiste? — Su voz es casi como música,
es amorosa y lisa.
Entonces comienzo
a usar mis manos e interpretar la pieza, no sin antes prestar atención un ratito
a la matroska que está sobre la caja de música del piano. Toco la pieza ‘El segundo Waltz’, al pasar la melodía
mis dedos se ponen inquietos y una que otra nota es fallada. Dos gotas bajan
por mi mejilla, puede que de lágrimas o de sudor, no les debo de prestar
atención. La maestra estrictamente hace una respiración de mucha decepción, mis
nervios se enderezan y retomo la calma hasta completar el último compás del
aburrido Waltz. Al finalizar, un frío que se adueña de mi corazón y que casi lo
hace dejar de latir me silencia. Ese silencio me deshace y me aterra, se
extiende por las teclas, por la sala y por toda la casa. Ahora, una vez que el
silencio se repartió en todos lados, quiero voltear a ver a la maestra Olga,
pero ella me detiene con su pesada respiración y dice en su voz de algodón:
—Te equivocaste…
Yo la interrumpo,
estoy titubeando en lágrimas:
—...e … es … que … yo … yo … t
… ta.
Me responde sin
vacilo:
— ¡Vuélvelo a interpretar!
Escuché como dijo
la oración sin cariño. Yo iba a decir que era porque estaba nerviosa. Ella
sigue con la clase diciéndome:
—Y no te equivoques mi serdtse.
Le hago caso,
pero los errores siguen y siguen. Me siento mal de pensar que, de seguir
fallando, no tendré un príncipe al cual enamorar para vivir felices
hasta siempre en nuestro castillo arriba de las nubes. La maestra Olga es como
mi hermana mayor, pues mi mamá y yo no hablamos mucho. Habló más con Olga pues
al terminar las dos horas de clase de piano platicamos de diversos temas, yo le
cuento cosas que no me gustan de lo que pasa en mi semana y ella me oye. Hoy le
dije que conocí a un niño que se llama Nikolay y es mi amigo, ayer saltamos
tomados de la mano en el patio. La maestra una vez me hizo saber que cuando era
una niña soñaba con ser una famosa tocadora de saxofón. La aprecio.
Si sigo con las
clases de piano, yo me casaré con Nikolay. La maestra aún no sabe.
Esta fue la carta encontrada de Milenka, para el mundo.